Poco después de cumplir veinticinco años me encontré un día con un hombre llamado Earl Shoaff. En aquellos momentos no podía imaginarme lo que tal acontecimiento iba a significar para mi futuro.
Hasta entonces mi vida había sido tan anodina como la de esa gran mayoría de personas que arrastran una existencia gris sin éxito ni felicidad. Mi infancia y juventud fueron maravillosas, y fui creciendo en los encantadores parajes plagados de pueblitos donde se desparraman las granjas del suroeste de Idaho, a unos pasos de las riberas del Snake River. Cuando salí del hogar confiaba plenamente en conseguir el «sueño americano».
Sin embargo, las cosas no se desarrollaron completamente como yo suponía. Después de terminar el bachillerato pasé a la universidad, pero al finalizar el primer año decidí que ya había aprendido lo suficiente, y lo dejé. Éste fue un gran error, uno de los mayores de entre los muchos que cometí en aquellos años mozos. Pero entonces, yo estaba impaciente por trabajar y ganar dinero, imaginándome que no sería difícil encontrar trabajo, lo que resultó ser completamente cierto. Conseguir un empleo era bastante sencillo (todavía me faltaba comprender la diferencia que existe entre ganarse la vida y vivir la vida).
Poco después de empezar a trabajar me casé; y como todo marido típico, hice a mi esposa un montón de promesas sobre el maravilloso futuro que nos aguardaba «a ciencia cierta» a la vuelta de la esquina; después de todo, yo tenía ambición, deseaba el éxito con toda mi juvenil sinceridad y trabajaba mucho. ¡El éxito estaba asegurado!. Al menos, eso pensaba yo...
Cuando cumplí los veinticinco años, llevaba trabajando más de seis, y quise hacer un balance de mis progresos. En mi corazón albergaba la inquietante sospecha de que las cosas no iban del todo bien. Mi salario semanal ascendía a cincuenta y seis dólares. Con eso no cubría mis grandes promesas, ni tampoco la serie de facturas que se iban acumulando sobre nuestra raquítica mesa de cocina.
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